El despertar
POR CARMEN TORRICO
Desperté sobresaltado y confuso en medio de la noche. Percibí como el
cuerpo estaba cubierto por un espeso y frio sudor que empapaba mi pijama y la
ropa de cama.
Una tenue luz se filtraba a través de la entreabierta ventana. Era una luz
difusa, cenicienta que, a pesar de su debilidad, inundaba la estancia con un
resplandor cetrino y pálido, dándole un aspecto un tanto fantasmal.
Mi corazón latía aceleradamente, seguramente a causa del brusco
despertar. Sentía mi mente torpe, embotada, aturdida, sin poder de reacción. No
era capaz de ubicarme.
Reconocía el confuso entorno. La mesa de estudio, abarrotada de libros y
documentos con su equilibrado desorden. La silla giratoria que utilizaba en el
trabajo cotidiano. Allí estaba el viejo ordenador donde almacenaba miles de datos y
centenares de ideas que utilizaba en mis apuntes y embriones de novelas. El
gastado sillón, cubierto en parte por la ropa arrojada descuidadamente la noche
anterior. La difusa luz hacía que estas prendas parecieran pequeños despojos
arrojados, sin orden ni concierto, por invisibles olas a una remota e imaginaria playa. Hasta alcanzaba a ver el cuadro que enmarcaba la polvorienta litografía de
“El Arlequín” de Picasso, el cual, tal vez por efecto de la extraña luminosidad del
lugar, parecía cobrar vida con una sonrisa enigmática y burlona.
Todo estaba allí, era mi habitación, desde hacía tres años formaba parte de
mi. Era el entorno elegido donde se desarrollaba mi rutinaria existencia, una
pequeña parte del tranquilo apartamento que ocupaba en la calle Del Cigarral de
Zamora, a orillas del río Duero...
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